viernes, 22 de octubre de 2010


Muchos nos abocamos a descifrar si lo ocurrido en Ecuador era un golpe de Estado o un motín policial

¿Fue o no fue intento de golpe? Mientras mirábamos imágenes televisivas de la crisis en Ecuador, periodistas, columnistas y twiteros nos abocamos a descifrar si la información daba cuenta de un golpe de Estado o de un motín policial.
Los gobiernos latinoamericanos no se distrajeron con este debate. En cuestión de horas, fue convocada una reunión del Consejo Permanente de la OEA y cinco mandatarios se reunieron en Buenos Aires para respaldar la democracia ecuatoriana. Ese consenso, al más alto nivel político, no reflejó la discusión que estaba teniendo lugar tanto dentro de Ecuador como en el resto de América Latina.
Para algunos, no fue más que una simple protesta social que se agravó debido a la imprudencia de Correa, quien se metió en la boca del lobo para desafiar a los huelguistas armados. Correa no hubiese estado retenido en el hospital, ni tampoco hubiese sido agredido.
Para otros, se trató de un intento de golpe de Estado que puso en peligro la integridad física del Presidente y la de cientos de ecuatorianos. Se recuerda el cierre de los aeropuertos internacionales, la entrada forzada al canal de televisión estatal, las declaraciones de Lucio Gutiérrez llamando a la clausura del Congreso, la existencia de grabaciones que mostraban la intención de atacar al Presidente y los impactos de bala en el carro presidencial. Pero el debate no se centraba solo sobre la confusión en torno a los hechos. También se disentía sobre la definición misma de "golpe de Estado". No hubo planificación, decían unos, ni intención de reemplazar al gobierno, ni líderes claros. Si un golpe de Estado se entiende como un alzamiento en armas para que uno o varios poderes del Estado no pueda ejercer, replicaban otros, está claro que sí hubo un intento.
Aun sin el disparo de un solo tiro, si Correa hubiese aceptado la modificación de la ley que les quitaba beneficios a los policías bajo el chantaje de las armas, hubiese habido un golpe de Estado, aclaraban otros más.
Lo peor fue que la controversia se planteó como la lectura de un termómetro sobre la gravedad de las circunstancias, que exigía reservar la expresión "golpe de Estado" para casos más serios. El peligro de entender la situación de esta manera está en deslizarse hacia la minimización. Se preguntaba la editorial de El Comercio de Quito: '¿Fue un intento de golpe o solo un motín policial?'
Más sorprendente aún fue la crítica que se desató contra la acción internacional. Carlos Larráteagui argumentó en El Comercio, de Quito, que "la comunidad internacional se dejó utilizar para respaldar políticamente al régimen y de paso sofocar un malestar interno desbordante". La nota de Sebastián Mantilla, titulada 'Ecos de un falso golpe', sostuvo que Correa les tomó el pelo a nacionales y foráneos. Nada menos que Moisés Naím, editor de Foreign Policy, escribió: "(L)os beneficios políticos de sobrevivir a un golpe de Estado generan enormes incentivos para presentar toda protesta violenta como algo más grave".
La Carta Democrática Interamericana alude a la "alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático" para evitar discusiones dilatorias y paralizantes. Pongámonos de acuerdo, entonces, en que sí tuvo lugar una gravísima "alteración". Pero quedó claro que los ciudadanos de las Américas no nos hemos apropiado de este lenguaje de la Carta, que tiene como objetivo ampliar el margen de acción para la protección de la democracia.
Cuando vemos a un cuerpo de seguridad sublevado en armas y nos dedicamos a ver qué etiqueta le ponemos a la situación, quizá los ciudadanos de América Latina no hayamos avanzado tanto en cultura democrática como pensamos. 

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